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Filósofo, matemático, astrónomo y traductor judío, conocido también como Abraham Judaeus o Savasorda, que vivió en Cataluña en el último tercio del siglo XI y primera mitad del XII. Pese a ser una de las figuras culturalmente más relevantes de su tiempo, son muy escasos los datos que poseemos en torno a su vida y aún estos fragmentarios y extraídos casi en su totalidad de sus propios escritos. Graetz data el año de su nacimiento en 1065, aunque algunos autores como Steinschneider no encuentren suficiente fundamento para tal afirmación, y la de su muerte en 1136, fecha que, si aceptamos la identidad de nuestro autor con la del maestro Abraham que en 1143 leía la obra De Astrolabio ante Rudolf de Bruges, habrá que sustituir por una sensiblemente posterior. Parecidas dudas caben acerca del lugar de su nacimiento, que pudo ser la ciudad de Soria, si bien la mayor parte de su vida transcurrió en tierras catalanas, preferentemente en Barcelona con algunas estancias en el Sur de Francia. Sabemos también por propio testimonio que desde muy joven sus grandes conocimientos astrológicos le permitieron gozar del favor de los magnates y príncipes cristianos y que su estupenda preparación en la geometría y en la ciencia de la agrimensura lo llevaron a desempeñar algún cargo oficial de importancia, pues ostentó el título de Nasi o Príncipe, y el de Sajib al - Shurta o Gobernador de la ciudad, de donde la forma corrompida de Savasorda con que se le conoció entre los latinos.
Más que por la originalidad de su pensamiento, la importancia cultural de Abraham Bar Hiyya se debió a su empeño de incorporar -unas veces traduciendo al latín en alianza con Platón de Tívoli, otras sintetizando en lengua hebrea para las comunidades judías del Sur de Francia- lo más granado de la ciencia arábiga al torrente intelectual europeo; y en este sentido afirma J. M. Millás Vallicrosa: «Con nuestro autor hacemos contacto con uno de los pioneros de la generosa corriente de traductores, venidos algunos de ellos a España en busca de la nueva ciencia, que de este modo llegaba algo trabajosamente a los medios intelectuales de Europa» (Estudios sobre la Historia de la Ciencia española. Barcelona, 1949, p. 219).
Por lo que respecta al ámbito de nuestro interés, cabe afirmar que Bar Hiyya no escribió ninguna obra de intención específicamente metafísica; no obstante, algunas indicaciones de Hegjon ha-Nefech permiten establecer las líneas generales de su concepción filosófica. Preocupación central de su pensamiento es el modo en que lo real haya llegado a ser, cuestión que resuelve dentro de la tradición platónica partiendo de la materia y de la forma separadas con anterioridad al acto de la creación, hasta que Dios decidió unificarlas pasándolas de la pura potencialidad al estado de actividad. El tiempo no posee realidad en sí, quedando ésta limitada a una pura relación entre las cosas y de éstas con nuestro entendimiento. La materia no posee una existencia absoluta; de aquí que la forma le sea superior, si bien ésta precisa a su vez de la materia para su manifestación en el mundo sensible. Por eso a la materia pura o impura corresponden formas más o menos elevadas, y así a la forma ideal no le corresponde materia alguna, sino que es la luz surgida en el amanecer de la Creación. Ella origina el espacio en que gravitan todos los seres y presta a las formas inferiores la actividad precisa para su fusión con la materia. Sin su influencia no podría existir ser alguno. Este punto de vista resulta decisivo para la filosofía de nuestro autor, pues lo diferencia de la doctrina cabalista en torno a la primera esfera, al tiempo que establece un paralelismo con la doctrina platónica del alma del mundo. La unión de la forma y la materia por obra de la Luz Primera origina los cielos y cuanto bajo ellos se cobija hasta poner en movimiento el mundo sensible que en su constitución se halla compuesto de los cuatro elementos. Esta concatenación causal desde la Luz Primera hasta la criaturas terrenas a través de los espacios y seres cósmicos, da fundamento y consistencia a las especulaciones astrológicas de nuestro autor que colige que nada es posible en el mundo de aquí abajo que no se halle predeterminado por las constelaciones celestes de que recibe su fuerza y su actividad. Las formas son de cuatro géneros: 1) formas simples que jamás se unen a los cuerpos; 2) formas que se unen con la materia de modo permanente e invariable como los cuerpos celestes; 3) formas que se unen a la materia, aunque en permanente mutación como en los cuerpos terrestres; y 4) el alma humana que se vincula a la materia por un cierto tiempo, abandonándola después para existir ya permanentemente separada como las formas del primer género. Respecto de los hombres, Savasorda distingue tres grupos: aquellos que alejados de lo mundano se consagran exclusivamente al servicio de Dios; aquellos otros que guardan los preceptos y mandamientos divinos, aunque sin ocuparse para nada de sus semejantes; y, en fin, quienes aún bastándoles para su satisfacción vivir en el seno de la comunidad humana se preocupan de sus semejantes proporcionándoles un rey que gobierne a la sociedad y le dé leyes que ordenen y propicien su desarrollo.
Del mismo modo que Dios ha separado al hombre del resto de sus criaturas, también ha elegido un pueblo separándolo del resto de las naciones como su predilecto; este es el pueblo de Israel «un imperio de sacerdotes y un pueblo santo» consagrado a su servicio. Bar Hiyya se llena de entusiasmo al hablar de la primacía del pueblo de Israel, cuyo loor constituye por así decir la cumbre de su sistema y la meta de su investigación. Obviamente no podía faltar en esta exaltación del pueblo judío una diatriba contra las otras religiones reveladas que nuestro autor lleva a cabo en el Sefer ha-Geula ni una anhelante espera del Mesías prometido cuya venida calculó astrológicamente en Megulat ha Megale para el año 1358.
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