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Por los mismos años en que Avempace, Ibn Tufayl y Averroes impulsaban hasta su cénit los estudios aristotélicos en el pensamiento musulmán, emprendía este ilustre polígrafo israelita la tarea de aristotelizar el pensamiento judío, tarea que alcanzaría su plenitud en Maimónides. Había nacido Abraham Ha-Leví ibn David o Daud, llamado también Dior, hacia 1110 en el seno de una aristocrática familia hebrea oriunda de Jerusalén y afincada, a la sazón, en una importante aljama del sur de España, tal vez la de Córdoba, Lucena o Granada. Acorde con la prosperidad familiar, su educación, de la que, al parecer, se encargó su tío materno Baruk Isaac ibn Albalia, fue muy esmerada, abarcando casi todos los saberes de la cultura arábigo-judía en que se hallaba inmerso. Teniendo por lengua materna el árabe, fue conocedor de su literatura y de la ciencia musulmana, de entre cuyos pensadores sintió especial predilección por al-Farabi y Avicena. El árabe le proporcionó, asimismo, el conocimiento de los autores griegos -Platón, Aristóteles, Hipócrates, etc.-, mientras que de la ciencia de sus mayores estudió la Biblia, el Talmud y la poesía judaica, leyendo también las obras de Ibn Gabirol, Yehudá Ha-Leví y Saadía. A estos conocimientos, que habrían de centrar su actividad literaria, hay que agregar los de las ciencias médicas, matemáticas y astronómicas en las que también fue muy versado. Ya adulto se avecindó en Toledo, viviendo entregado al ejercicio de la medicina y posteriormente a una fecunda actividad literaria, hasta 1180 en que falleció, al parecer, asesinado en una asonada antisemita. De sus escritos, que debió comenzar a componer hacia 1160, han llegado hasta nosotros el Séter Ha-Qabbalá (Libro de la tradición) y Emuna Rama (La fe sublime). También escribió obras fundamentalmente históricas como Divre maljé Yisrail gabayit shem (Historia de los Reyes de Israel en la época del segundo templo) y Zijron divre Rom (Historia de Roma), hoy perdidas. Ibn Daud es un hebreo seguro de la fe heredada y persuadido de la racionalidad de sus creencias; para él la revelación y la verdad científica o racional son dos aspectos de una misma realidad, y de aquí que su actividad de escritor vaya dirigida a explanar literalmente esta doble convicción fundamental de su espíritu. El Séter Ha-Qabbalá, la más leída de sus obras es, en efecto, un bien logrado intento de exponer la reciedumbre y solidez de la tradición bíblica. La doctrina profesada por los rabinos de su tiempo se remonta, a través de las grandes asambleas judías, hasta los profetas y el mismo Moisés, y es la misma que aquéllos enseñaron transmitida intacta y sin mácula de generación en generación a través de los siglos. La fuerza y la autenticidad de la tradición se fundamentan en la veracidad y sinceridad del testimonio por medio del cual un contenido teológico pasa de una generación a otra que recibe reverente la verdad transmitiéndola, a su vez, sin agregar ni podar nada de su contexto. La honestidad del testigo y la continuidad ininterrumpida en la sucesión son, pues, las pilastras sobre las que descansa la tradición, y a este efecto Ibn Daud desarrolla un gran aparato historiográfico llamado a probar una y otra. Naturalmente, no faltan en la obra ni los errores cronológicos, ni las diatribas contra las desviaciones de la verdadera tradición bíblica -según laopinión del autor, el cristianismo, el islamismo y el caraismo--; pero nada de esto disminuye la grandeza y la fuerza de esta obra, única en su género, y que aún hoy constituye un inapreciable documento para el estudio de la historia del pueblo de Israel. Pero es en La fe sublime donde Ibn Daud desarrolla pormenorizadamente su pensamiento estrictamente filosófico. La obra, escrita originariamente en árabe, se conservó tan sólo en dos versiones hebreas de fines del siglo XIV; una de ellas, aún inédita, lleva el título de Emuna Nissa, mientras que la otra, impresa en 1852, se titula Emuna Rama. Al comienzo de la misma el autor confiesa haberla escrito para resolver las dificultades inherentes al problema de la libertad humana, si bien tal cuestión no ocupa dentro de la misma el lugar central propuesto. Antes bien, el libro responde, en su conjunto, al designio fundamental de probar la perfecta armonía de fe y razón encarnadas para Ibn Daud en la revelación bíblica y en el aristotelismo, y exaltar la excelencia de la fe revelada frente al conocimiento racional, que ofrece a los creyentes -desde un principio y sin esfuerzo por su parte- la verdad que el filósofo sólo consigue tras una penosa búsqueda. A este fin Ibn Daud, siguiendo la misma técnica empleada anteriormente por los partidarios del neoplatonismo, procede a comparar las principales tesis reveladas con los más importantes teoremas filosóficos, aunque para simplificar su labor procura dejar en la sombra aquellos puntos en que estas comparaciones resultaban litigiosas o comprometidas. Nada tiene, pues, de extraño que, cuando años más tarde Maimónides, apropiándose el método seguido por Ibn Daud, replanteó esta confrontación de teología bíblica y filosofía aristotélica, pero sacando con mayor decisión y sinceridad a plena luz aquellas cuestiones que nuestro autor había soslayado, el Emuna Rama quedara anulado en su eficacia y cayera rápidamente en el olvido. Como preámbulo de esta filosofía de la religión el autor desarrolla algunas cuestiones de la física y metafísica peripatéticas -materia, forma, movimiento--, con cuya exposición entronca polémicamente su pensamiento con el de sus inmediatos predecesores Ibn Gabirol y Yehudá Ha-Leví. A continuación se ocupa de la demostración de la existencia de Dios que aborda, según era tradicional en el peripatetismo árabe, a través del movimiento que anima a los seres finitos. Empero, siguiendo a AI-Farabi ya Avicena, generaliza el argumento aristotélico concluyendo de la existencia de un primer motor, causa del dinamismo cósmico, la necesidad de un ser primero existente por sí y en cuanto tal inmaterial, absoluto, uno y simplicísimo, origen no ya del movimiento del mundo, sino del ser mismo de todo cuanto existe, puesto que el Universo en sí nosolamente sería inmóvil, sino también meramente posible y en cuanto tal indiferente a la existencia, que no poseería de no haberla recibido. De este modo, partiendo de la contingencia de lo finito y apoyándose en la imposibilidad de una serie causal infinita, verdadero nervio de su argumentación, descubre al término de la misma, no ya el motor primero coexistente con el mundo por él movido, sino el origen de todo ser y la fuente de la existencia toda, al Dios creador, en suma, tal como pedía su fe bíblica. Mas no por ello rechaza por entero la doctrina emanatista que reproduce en sus páginas y a la que apela en ocasiones como causa instrumental de la acción creadora. En este punto, el pensamiento de Ibn Daud aparece confuso y vacilante entre la libre acción creadora de Dios y el necesario orden de la emanación, y si, en definitiva, parece resolverse por la primera, no apoya su decisión en sólidas bases metafísicas, sino aduciendo la limitación del conocimiento humano, que no puede penetrar los profundos secretos de la formación del cosmos. Correlato de esta posición teológica es su psicología a la que dedica una buena parte del Emuna Rama y que, como en el caso de la teodicea, desarrolla siguiendo muy de cerca las huellas de Avicena. Igual que éste, define al alma con formulación aristotélica como entelequia de un cuerpo natural orgánico. El alma, en efecto, no puede ser, como pretendían los materialistas de su época y de todos los tiempos, la función resultante de un conjunto de elementos físicos; la perfección que brilla por doquier en la actividad vital implica la existencia de un principio extrínseco a lo puramente material, esto es, la existencia de un alma inmaterial. La realidad de esta alma es ya manifiesta en el admirable finalismo de las funciones vitales y evidente respecto de la racionalidad humana, tanto por su capacidad abstractiva y conceptual como por el hecho de la autoconciencia. Una vez probada por este medio la inmaterialidad del alma pensante, Ibn Daud afirma su inmortalidad, ya que tal alma no tiene por qué seguir la suerte corruptible del cuerpo material. Empero, tal conclusión, obtenida sobre presupuestos peripatéticos, tropezaba, naturalmente, con el principio aristotélico de la correlación metafísica de materia y forma, ya que, entendida el alma racional como parte de la forma del cuerpo humano, resultaba inadmisible su existencia con independencia de aquél. Ante tal dilema nuestro autor no vacila y proclama resueltamente que la correlación de materia y forma es un hecho comprobado sin excepción por la experiencia, pero que, en rigor, no podemos generalizar y extender más allá del ámbito de la misma. Con ello, como afirma J. Guttmann, «el principio aristotélico de la necesaria correlación de materia y forma queda degradado a una mera verdad de inducción» (Die Philosophie des Judentums, p. 168); mas éste era el precio que la fe exigía a la razón, y el espíritu profundamente religioso de Ibn Daud no dudó, como anteriormente Avicena, en pagarlo. Pero si la tesis de la inmortalidad del alma individual permite a Ibn Daud rechazar dentro del plano estrictamente psicológico la doctrina neoplatónica del alma supraindividual, al tratar de explicar el origen del conocimiento humano apela, en cambio, al neoplatonismo recurriendo a su doctrina de sustancias espirituales supraindividuales. En efecto, el conocimiento humano es una facultad puramente pasiva, un algo potencial que precisa de la adquisición de las formas o conceptos para pasar a intelecto actual y que aún puede perfeccionarse mediante el hábito científico alcanzando el grado de intelecto adquirido. Mas para que la potencia pase a acto es necesaria la intervención de un ente en acto que opere el cambio: en el caso del conocimiento, el intelecto agente, entidad espiritual y supraindividual en que residen intemporalmente la plenitud de la verdad y la totalidad de las formas que, fluyendo sobre la potencia cognoscitiva de cada hombre, la actualizan, haciendo a un tiempo posible el conocimiento humano y garantizando su universalidad y general validez. Y aún admite nuestro autor entre el intelecto agente y el primer principio una serie de sustancias espirituales intermedias, rectoras del movimiento de las esferas. Este mecanismo gnoseológico sirve, además, a Ibn Daud para explicar el fenómeno profético que identifica con el grado supremo del conocer humano, y en cuanto tal procede no de la intervención inmediata de Dios, sino de la acción del intelecto agente, diferenciándose del conocimiento científico únicamente por referirse a un hecho futuro. No obstante, dentro del concepto general de profecía, nuestro autor distingue entre la profecía como fenómeno natural y la profecía como hecho sobrenatural o revelación acaecida por especial designio de Dios, que se sirve de determinados hombres para enseñar verdades o preceptos necesarios para una mayor perfección de vida, pero que por su carácter extraordinario rebasan la capacidad cognoscitiva del común de los mortales. En este sentido, como ya había preconizado Yehudá Ha-Leví, también para Ibn Daud el don profético queda reservado al pueblo de Israel y a la Tierra Santa. Pero si hasta aquí nuestro autor ha seguido en lo fundamental muy de cerca, como se habrá observado, el peripatetismo árabe, al tratar de la libertad humana se enfrenta resueltamente al determinismo defendido por buena parte de los autores musulmanes, e incluso a muchos pensadores de su raza, al afirmar que el acto humano no sólo trasciende la previsión divina, sino el mismo poder omnímodo de Dios, que así lo ha querido. Sobre esta base esboza una doctrina ética que, aprovechando elementos platónicos y aristotélicos, trata de dar pregnancia al contenido moral bíblico. La virtud consiste, como había enseñado el filósofo de la Academia, en el equilibrio entre las diversas partes del alma, y es, además, como había afirmado Aristóteles, el justo medio entre los extremos; por eso la rectitud de la vida no estriba tanto en la manifestación externa y en la atención al culto como en la sumisión a los preceptos superiores enseñados por los profetas. Ahora bien, la moral bíblica es una normativa que descansa en el amor y en la sumisión incondicionada a la voluntad divina, por lo que la adhesión a sus preceptos no debe apoyarse en el análisis racional de los mismos, sino en su simple aceptación, tanto más meritoria cuanto mayor sea su carácter de irracionalidad. Una vez más aparece en la obra de Ibn Daud la tensión entre la conclusión lógica y la exigencia religiosa que el autor resuelve en favor de la fe. Tal es la doctrina filosófica de Ibn Daud, acreedora a una más perdurable memoria, de la que la inmediata proximidad de la imponente obra de Maimónides le concedió.
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