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Una de las figuras más notables de la Iglesia española de los primeros siglos, viajero infatigable, fecundo escritor, apasionado polemista y amigo y discípulo dilecto de San Agustín y San Jerónimo, debió de nacer hacia el 390 en Tarragona o, lo que hoy parece mucho más probable, en Braga (Portugal). De él dice en efecto San Agustín en carta a Evodio: «Orosio, un joven presbítero muy santo y estudioso, que llegó acá desde el fin de España, es decir, desde las playas del Océano, movido tan sólo por el afán de conocer las Santas Escrituras» (S. Agustín: Epístola a Evodio edic. cit.). Tras de la invasión de los bárbaros, de cuyos horrores fue testigo, abandonó la península pasando a África y yendo a residir a Cartago, donde lo encontramos ya en el 41 (entregado al estudio de la Biblia y de la naciente teología junto a San Agustín cuya consideración y afecto se debió de granjear muy pronto, como se desprende de una carta de éste a San Jerónimo: «Acá llegó Orosio, joven piadoso, hermano en la paz católica, hijo por edad y copresbítero por dignidad, de ingenio ágil, de palabra fácil y apasionado, que anhela ser vaso útil en la casa de Dios, y que quiere rebatir las falsas y perniciosas doctrinas que han destrozado las almas de los españoles con más aciago rigor que destrozó sus cuerpos la espada de los bárbaros». De este tiempo procede su Consultatio sive commonitorium ad Augustinum de errore Priscillianistarum et Origenistarum, del que ya hemos hecho mención en otro lugar y al que San Agustín contestó con su escrito Liber ad Orosium contra priscilliarzistas et origenistas. Pero pronto busca nuevos horizontes intelectuales y en los primeros meses del 415, recomendado por San Agustín, se traslada a Palestina para proseguir junto a San Jerónimo su estudio de las Sagradas Escrituras. Sólo un año permaneció en Tierra Santa, durante el cual ayudó activamente a San Jerónimo en su lucha contra los pelagianos y escribió su célebre Liber apologeticus, fruto de aquellas controversias. Después, llevando consigo reliquias de San Esteban, regresa al Norte de África deteniéndose en Hipona para entregar a su obispo noticias y cartas de San Jerónimo y de los obispos Eros y Lázaro, y prosigue viaje hacia España a la que no pudo entrar, sin embargo, por el estado de guerra en que se hallaba, por lo que, dejando las reliquias en Menorca, regresó de nuevo a Cartago hacia el año 417, sin que a partir de esta fecha volvamos a tener noticias precisas suyas. Sí sabemos empero que a esta época pertenece su gran obra Historiarum adversus paganos libri VII, conocida durante mucho tiempo bajo el título de Ormoesta, denominación sumamente enigmática y desconcertante hasta que el prestigioso romanista F. Scholllo explicó a mediados del pasado siglo como simple fusión de la abreviatura de su autor Or. con el título de la obra Moesta, debida al descuido de algún copista. La obra entera de Orosio se caracteriza por un acentuado tono polémico, debido por igual al asunto sobre el que versa y a la fogosidad y apasionamiento con que su autor no ya la escribió sino intervino en los acontecimientos que le dieron origen, y que le valieron ser inculpado de las mismas herejías que impugnaba o de posiciones opuestas a aquéllas, pero igualmente heréticas. Así nuestro autor fue acusado de priscilianista, como consta por una carta de San Braulio lo que seguramente se debió más que a una caída real aunque pasajera en la herejía, al celo puesto en la investigación de aquélla. Lo mismo advertimos en el Liber apologeticus, verdadera joya de la literatura patrística, cuyos diez primeros capítulos están dedicados a defenderse de las acusaciones de herejía formuladas contra él por Juan, obispo de Jerusalén, y protector de Pelagio que le atribuía haber mantenido en la discusión sostenida por aquélla proposición, antitética de la tesis pelagiana, pero igualmente viciada. Por lo demás el Liber apologeticus es un espléndido y vigoroso tratado acerca de la libertad y de la gracia en el que Orosio pone a contribución todas las enseñanzas recibidas de San Agustín y de San Jerónimo sobre aquella materia, pero incorporándole determinadas opiniones personales que aún acrecientan su claridad y riqueza doctrinal. Es de notar, empero, que nuestro autor no logra diferenciar el concurso divino, necesario ontológicamente a toda operación humana, de la gracia, precisa para que las acciones adquieran una valoración sobrenatural, por lo que sostiene la necesaria intervención de ésta en toda acción humana, dado el estado de postración integral en que quedó nuestra naturaleza después del pecado original. Pero la obra que le conquistó un puesto en la Historia de la Filosofía fue Historiarum adversus paganos, concebida y escrita en la misma línea del libro III del De Civitate Dei agustiniano, del que vino a ser como continuación o complemento. En efecto, los siete libros van dirigidos contra aquellas voces que culpaban a la nueva iglesia cristiana de todos los males y calamidades que últimamente afligían a la Humanidad y más concretamente al Imperio. Como San Agustín, Orosio hace historia para probar que nunca el género humano había sido más feliz que desde la venida de Cristo. El cuadro que presenta es simplista y parcial; dos imperios se repartieron la primacía a través de los tiempos: el babilónico en Oriente y posteriormente el romano en Occidente, a los que hay que agregar el cartaginés y el macedónico en el Mediodía y en el Norte, respectivamente, si bien su hegemonía no tuvo el carácter de legitimidad de los primeros. Sobre este esquema, Orosio pasa revista a los tiempos, fijando su atención sobre todo en los hechos militares -guerras, batallas, conquistas- que por su espectacularidad son los más adecuados para destacar el providencialismo que rige la marcha del género humano. La obra carece de todo valor histórico, pese a lo cual fue muy leída y manejada como texto de historia durante la Edad Media. Su verdadero valor filosófico consiste en la ideología de la que la narración histórica es mero cañamazo, y que Orosio va exponiendo en las introducciones y prefacios a los diversos libros y capítulos, así como en las reflexiones aisladas que salpican el texto. En ellas Orosio se revela como el primer filósofo cristiano de la historia al buscar en las gestas de la humanidad un sentido transcendente que apela a la divinidad como causa rectora y providente de su marcha a través de los tiempos, o más exactamente, al tratar de mostrar en el análisis de los acontecimientos humanos la presencia de aquella acción o gobierno divino, pues éste es el verdadero sentido de la especulación orosiana. Tal proceder le permitió mantener una valoración altamente optimista de la historia en medio del derrumbamiento de pueblos e instituciones de que fue testigo. No lo juzgan con equidad (A. BONILLA: Historia 1, p. 214 Y s.), pues, quienes le reprochan que no partiera de los hechos singulares para colegir por inducción las leyes generales del acaecer histórico; ni hay nada de anticientífico en su actitud. Orosio es un hombre de la Patrística, de un tiempo en que la metafísica y la teología se hallan felizmente conjugadas, que al enjuiciar la historia adopta, lo mismo que San Agustín y siglos más tarde Bossuet, un punto de vista superior para deducir a partir de él aquellas leyes.
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